¿Qué hacer?
Juan Claudio de Ramón, el pasado 3 de abril en El País, abogaba por acabar con el paradigma orteguiano de la conllevanza y reafirmar sin complejos la vigencia del estado de derecho, a la par que se procede a una reforma del Estado.
Tal vez es necesario profundizar en esa apuesta, pero para ello hay que solventar el problema de una izquierda anclada en la frustración de la “no ruptura” del 78. La máxima del “proceso constituyente” enarbolado desde la izquierda, partiendo de la realidad sociopolítica del momento histórico en que nos encontramos en España, no ayuda a resolver el necesario cambio que necesitamos.
Lo primero es que la Constitución necesita ser reformada, pero hay que saber hacia donde queremos ir y sobre todo concitar grandes mayorías de consenso. Hoy no estamos sujetos a chantajes no democráticos, pero sí a intereses espurios. Y los más espurios de todos son los de los nacionalismos.
Es decir: reformar la constitución para contentar a los nacionalismos es pegarse un tiro en el pie, y entrar en un proceso constituyente con una izquierda desnortada es pegárselo en las dos rodillas.
Hay que reformar la constitución para que España sea una sociedad más justa y más igualitaria, donde la economía esté al servicio del bien común –mejorar la definición de la función social de la propiedad–, y trasformar los derechos sociales (trabajo, vivienda, sanidad, educación), actualmente considerados programáticos o declarativos, en derechos objetivos –es decir, efectivos, y por tanto exigibles–, incluyendo mejores mecanismos para la redistribución de la renta, entre otros, subida del salario mínimo y la renta garantizada de ciudadanía.
La profundización del sistema democrático requiere cambios profundos del sistema electoral, que discrimina a los ciudadanos según donde voten o según a quien voten –el poder de un voto pasa desde el 0 absoluto hasta el 5 o más, cuando todos deberían valer 1–.
Y, finalmente, afrontar un cambio en la organización del estado más racional y funcional: donde se pueden respetar elementos históricos, pero donde ha de primar la igualdad final de ciudadano. Ello quiere decir que culminar la federalización de España ha de suponer la enumeración definitiva de las comunidades que la componen, la fijación de las competencias del estado central, las de las autonomías y de los ayuntamientos, definir las particularidades de cada administración y su límite en pro de la igualdad, además de homogenizar un sistema fiscal único para todo el estado, lo que significa la desaparición del concierto navarro y vasco; y, a la par, imponer una jerarquía de normas más efectiva que la actual.
En Alemania, el gobierno federal recupera competencias y nadie se alarma, debatir cómo mejorar la gestión de sanidad y enseñanza no debe ser una tabú, y es necesario afrontarlo con racionalidad. Imprescindible incorporar en ese nuevo y renovado contrato social: la lealtad constitucional o fidelidad federal, como quiera llamarse.
Habrá que abordar el tema lingüístico para afrontar los problemas que genera el nacionalismo. Superar el concepto de lengua propia de los territorios es imprescindible para pasar del actual derecho de la lengua al derecho a la lengua. Las lenguas no son sujetos políticos con derechos: ni la catalana, ni la vasca, ni la castellana o española, ninguna en ningún sitio. Los sujetos políticos son los ciudadanos y, por tanto, son éstos los que tienen derecho a la lengua, a las lenguas. Hay distintas opciones para que la realidad bilingüe de Cataluña esté presente en todas las instituciones y se garantice ese derecho ciudadano.
En la enseñanza hay varias opciones para superar el actual monolingüismo identitario, pero la experiencia del País Vasco con tres líneas lingüísticas no parece ser una solución atractiva dado el uso interesado según quien ocupe la poltrona para promocionar una u otra línea; por ello, un sistema bilingüe (Catalán y Castellano, 50/50), que además atienda las situaciones específicas de los alumnos de forma pedagógica sería lo deseable.
Si lo que pretendemos es construir una sociedad abierta, inclusiva, libre, igualitaria y justa hemos de resolver el problema del nacionalismo superando ya la política de la conllevanza. El nacionalismo, sea el que sea, es una ideología sectaria, etnicista y por tanto poco democrática, y por ello deberíamos considerar la necesidad de educar en valores contrarios a este.
La laicidad que se reclama para el estado respecto a las religiones, debe estar acompañada de una laicidad respecto a la identidad nacional, al igual que lo reivindicamos para la identidad de género. El estado no puede inmiscuirse en nuestros sentimientos religiosos o no, de pertenencia o de orientación sexual. Algo que debe quedar en los derechos individuales del ciudadano. Nadie puede ser obligado ni discriminado por sus opciones personales.
Cuando hablamos del Estado, estamos hablando de todos los niveles administrativos: central, autonómico y local. La enseñanza, los medios de comunicación, la rotulación de la vía pública, etc., son elementos, indiscutiblemente, de socialización, pero en un estado social y de derecho, como hemos de pretender que sea España, no pueden estar al servicio de ninguna ideología nacionalista.
Caminos
Siempre he teorizado que el problema del nacionalismo en España viene desde la transición, “candado del 78” gustan algunos en la izquierda de llamarlo con la idea de transmitir que existió un cierre a posibles salidas más democráticas o más de izquierdas –independientemente de la veracidad sobre esa imposible ruptura, responsabilidad en todo caso de la propia debilidad de la izquierda en aquel momento histórico, no es menos cierto que la misma izquierda colaboró en dicha transición–.
Sin entrar en las posibilidades de un desarrollo de políticas de izquierda con la constitución actual, que en su día reclamaba Julio Anguita, lo cierto es que sí que existe un candado en la izquierda española desde la transición, y no es otro que el de haber dotado de marchamo de progresista a una ideología retrógrada y supremacista como la nacionalista.
Este complejo impropio asumido por la izquierda al salir de la dictadura franquista le impide retomar el camino para recuperar la ansiada y perdida hegemonía social. El franquismo duró cuarenta años y se apropió de la idea de España, una idea que la nueva derecha no tuvo empacho en asumir, mientras la izquierda acomplejada todavía no la ha recuperado, ni para nombrarla, ni como proyecto.
Deberían escuchar más el discurso que Dolores Ibarruri pronunció en Barcelona en la despedida a las brigadas internacionales, en el que nombra hasta seis veces a España siempre en positivo, o cuando vaticina “cuando el recuerdo de los días dolorosos y sangrientos se esfume en un presente de libertad, de paz y de bienestar; cuando los rencores se vayan atenuando y el orgullo de la patria libre sea igualmente sentido por todos los españoles, hablad a vuestros hijos; habladles de estos hombres de las Brigadas Internacionales” no hay un ápice de complejo en sus palabras, frente la terminología actual empeñada en reducir a España al concepto franquista de “Estado Español”.
¿Cuándo se atenuaran los rencores? –y no digo que se tenga que enterrar la memoria histórica, en todo caso no usarla políticamente, y eso compete a todos–. Y ¿cuándo el orgullo de la patria libre será sentido por todos los españoles? –y todos son todos, aunque aún haya que luchar por esa libertad–.
En todo caso, es evidente que la izquierda ha de recuperar un proyecto para España, y para ello ha de superar sus complejos y decirle al nacionalismo que su proyecto no es aceptable, que es retrógrado e insolidario.
Concluyendo.
Decidir no es un derecho, es una acción habitual del ser humano. Tomar decisiones políticas es una constante indispensable. Que tales decisiones se tomen de acuerdo con unas reglas democráticas es lo que debe preocuparnos.
La democracia, con sus imperfecciones, es el sistema por el cual pretendemos hacer posible una convivencia que a todos nos reporte bienestar –resumen, si se quiere burgués, de la idea de igualdad, justicia y libertad–. La democracia no es una solución mágica que resuelve la contradicción entre el deseo de las mayorías y los derechos de las minorías. Es, en todo caso, un intento imperfecto de conjugarlos.
Para ello nos dotamos, desde la ilustración -y en eso España fue pionera con la constitución de 1812- de un contrato social, de una constitución. La actual Constitución española es hoy homologable a cualquiera de las europeas. Con sus defectos y sus aciertos, conscientes del momento en que se generó, pero resultado de un deseo de romper con el pasado y de mirar a un futuro de igualdad y libertad, que se constata con la ratificación mayoritaria de los españoles. Podremos plantearnos reformarla o hacerla de nuevo, sin rémoras del pasado, pero en todo caso con ánimo constructivo pero no al calor de nuevos/viejos odios y ambiciones.
En democracia las formas son el fondo. Esta frase condensa a la perfección cómo transformar la realidad respetando el derecho de todos. La soberanía en España está en el conjunto de todos los españoles. Y no es una idea solo de la constitución del 78, sino de todas las constituciones españolas:
Constitución de la Segunda República. Articulo 1º: España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia. Los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo. Articulo 8: El Estado español, dentro de los límites irreductibles de su territorio actual…
Constitución Federal (no promulgada) de la I República española. TÍTULO V. De las facultades correspondientes a los Poderes públicos de la Federación [Art. sin enumerar]. 4ª Arreglo de las cuestiones territoriales y de las competentes entre los Estados. 5ª. Conservación de la unidad y de la integridad nacional.
Constitución de 1812. De la Nación Española. Art. 1. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Art. 2. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Art. 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
No cabe pues el derecho de secesión de ninguna de sus comunidades, federaciones o regiones. Eso no quiere decir que esa “unidad de decisión” no pueda ser cambiada. Es legítimo postular el deseo de la secesión, pero ello se ha de hacer mediante la democracia deliberativa y necesariamente mediante la modificación de la constitución, siempre que dicha modificación sea acordada por la totalidad de aquellos en quienes reside la soberanía, es decir todo el pueblo español.
Corresponde a quienes pretenden esa modificación luchar democráticamente por ella. Pero lo que no es admisible es que pretendan utilizar de forma torticera, ilegal e ilegítimamente, las instituciones de la que todos nos hemos dotado para saltarse el contrato social, como lo está haciendo actualmente el nacional-catalanismo (JxSí(PDECat/ERC) + CUP).
En Cataluña la “izquierda nacionalista” teoriza la necesidad de unir las luchas sociales a la “liberación nacional”. La realidad es que aparca las desigualdades sociales tras el velo del “bien mayor”: la nación, y es por tanto una herramienta al servicio de la burguesía. Superada la idea estalinista del “socialismo en un solo país”, a la izquierda solo le queda situar al nacionalismo en el bando enemigo, uniendo la lucha por una sociedad más justa y la lucha contra el nacionalismo.
Desde una posición de izquierdas, alimentar la división de los actuales estados-nación debilita a las clases populares frente a un capitalismo cada día más voraz. Desde la izquierda solo es coherente defender la unidad frente a la secesión. Son los procesos de unificación en estados más grandes los que pueden plantar cara al actual neoliberalismo.
Si la izquierda debe tener un proyecto para España es evidente que también debe tenerlo para hermanarse con los países de su entorno ibérico, europeo, mediterráneo e iberoamericano. No caben desconexiones.
Desbrocemos el camino para la Tercera República … Española ¡claro!
Vicente Serrano
Presidente de Alternativa Ciudadana Progresista
Autor de “EL VALOR REAL DEL VOTO” Editorial El Viejo Topo. 2016
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